Todo
lo que de mí sale se expresa con la mirada, con gestos y sonidos, pero nada
más.
Mi
mente es un hervidero de ideas y todas ansían salir y ser expresadas… a pesar
de ser imposible para mí.
Cada
día me digo que debo salir de casa, disfrutar de mis otros sentidos, pero tan
solo voy del trabajo a casa y de casa al trabajo. Raúl siempre intenta que
quede con él, que salgamos a tomar algo, pero rehusar su ofrecimiento se ha
convertido en una rutina: él alza el rostro, me mira, me sonríe y hace ese
típico gesto de “vamos”, pero mi respuesta es la misma cada vez, negativa. Ante
ella, él se encoge de hombros y no insiste, al menos ya no lo hace.
No
me gusta sentirme impedida.
No
quiero que me pregunten algo y no poder pronunciar una sola sílaba… bueno, eso
lo puedo conseguir, aunque el resultado es bochornoso.
La
operación fue bien en su momento y la recuperación también, no obstante… la
secuela fue inevitable. Sin voz. ¿Y ahora qué? He hablado toda mi vida, y
¡tengo treinta y dos años! Es injusto.
—¿Otra
vez compadeciéndote? —La voz de Raúl me sobresalta y le miro con el ceño
fruncido para luego levantar los hombros—. Ana, tienes que salir. Por favor,
que esto no es el fin de tu vida. ¿Y si vamos solos? Tú y yo en algún local
tranquilo; prometo no llamar al grupo, ni hacerte ninguna encerrona —añade al
ver mi expresión. Raúl me entiende como nadie, por eso me siento más cómoda con
él.
Pienso
su propuesta. Si estamos solos no tendré que hacer que ande dando
explicaciones, ni traduciendo mis escasos gestos o palabras del lenguaje de
signos, ese que “hemos” aprendido, aunque yo los use poco y acabe escribiendo
todo o yéndome.
Asiento.
Sus
ojos se abren mucho.
—¿En
serio? ¿De verdad? —La alegría es notable en su tono—. Te prometo que no te arrepentirás.
—Solo con eso ya hace que crea acertada mi elección.
Agarro
un papel y dejo salir lo que siento:
“Sé
que no lo haré. Tú me comprendes mejor que nadie”.
***
El
texto que aparece me saca una sonrisa aún mayor.
—No
te quepa duda. A las diez voy a buscarte. Te quiero arreglada y lista… —La veo
fruncir el ceño—. Porque sí. Para un día que te convenzo no pretenderás salir
del trabajo e ir tal cual, ¿no?
Me
deleita con un gesto entre la conformidad y el pasotismo y gesticula un “como
quieras”.
—Exacto.
Yo decido. A las diez, ni un minuto más ni uno menos.
Me
echa con un movimiento de la mano a lo que yo respondo con un vago saludo
militar y me marcho sabiéndome victorioso… por ahora.
Diez
en punto.
Tras
quince minutos sentado en el coche haciendo tiempo, al fin es la hora.
—Estés
lista o no, hoy no te me escapas.
Desde
que la conocí solo he deseado estar con ella. Ana me cautivó a los veintiséis
años, en el inicio de nuestras carreras administrativas. Hemos sido uña y
carne… pero eso me hizo entrar de cabeza en la “zona amigos”. Insoportable.
Inaudito. No lo aguanto.
Cuando
el accidente la obligó a entrar en quirófano y la dejó sin voz, fue realmente
doloroso. Verla llorar día sí y día también; saber que nunca volveré a oír su
voz, que su risa se haya perdido… Pero para mí todo eso no es impedimento. Sé
lo que quiero, y ella no se va a cerrar de nuevo. Hoy sale de ese pozo como que
me llamo Raúl Fuentes Iglesias.
Toco
el interruptor del telefonillo y pasan unos segundos eternos en los que me
dedico a revisar mi ropa. Me he arreglado, aunque no en exceso.
Escucho
el descuelgue del auricular.
—Soy
yo.
A
mi respuesta le sigue el sonido de apertura de la puerta del bloque. Subo los
dos pisos que nos separan y en el umbral la hallo. Vestido de cóctel, medias tostadas
y tacones. Si fuese un gato estaría ronroneando de puro gusto.
—Estás
impresionante. Y el pelo suelto te queda fenomenal; deberías llevarlo así más a
menudo.
El
rubor tiñe sus mejillas y desecha mi cumplido sin más.
Me
invita a pasar y se desliza tranquilamente hacia el salón. La sigo para
penetrar en la sala y verla ataviarse con su guardapolvo beige y agarrar el
bolso.
—¿Estás
lista?
Asiente
y vocaliza un “vamos” que no se traduce en sonido alguno y que provoca que la
tristeza empañe sus ojos grises.
Trato
de obviar el tema, lo dejo correr para que ella no le dé más importancia y
evitar que esa pena aumente.
Nada
más salir del piso pongo a su disposición al caballero que hay en mí, preparado
solo para ella. Le ofrezco mi brazo, el cual ella acepta con media sonrisa;
también la ayudo a acomodarse en el asiento y cierro la puerta con galantería.
El
trayecto no es largo, pero la necesidad de estar con ella, de mirarla y
disfrutar de su aspecto, esa hace que se me haga eterno.
***
Raúl
está más nervioso y extraño de lo normal. Pero lo más doloroso para mí no es el
hecho de sentirme impedida para expresar lo que pienso, sino el verme
diferente, el no ser yo misma, y no ofrecer a los demás, a él, todo lo que soy.
Minutos
más tarde ya estamos en el restaurante y acomodados, lo que me invita a
relajarme y poder “expresar” lo que necesito, aunque sea a través de mi
cuaderno.
Lo
saco del bolso y lo sitúo abierto llamando la atención de Raúl sin pretenderlo.
“Estás
diferente. ¿Sucede algo? ¿Quieres irte?”
—No.
¿Por qué crees eso? —expresa con los ojos muy abiertos.
Me
encojo de hombros a modo de respuesta y echo un vistazo a la carta, una que no
hace mucho me conocía como la palma de mi mano, pues solía venir mucho, antes
de mi confinamiento autoimpuesto.
—¿Sabes
lo que vas a tomar? —pregunta dejando correr la cuestión anterior.
Me
ruborizo sin remedio y gesticulo para indicarle el número que he escogido. Él
pasa por alto mi vergüenza y llama a la camarera, una pelirroja que ya he visto
en alguna otra ocasión y que tiene una voz impresionante.
—Buenas
noches. Hoy les atenderé yo, soy Carla. ¿Han elegido ya?
—Sí.
Serán son números dieciséis y un veinticuatro para compartir. Y una botella del
mejor vino que tengan.
Alzo
las cejas interrogante y él, por respuesta, sonríe.
—Te
dije que hoy sería especial y que lo pasaríamos bien. Estoy cumpliendo mi
palabra. Sé qué vino es el que tienen y también que es tu favorito.
La
camarera se marcha con la diversión pintada en el rostro.
El
servicio esta noche es excelente, como siempre, y la velada transcurre entre
monólogos por parte de Raúl y algún que otro garabato mío en la libreta; frases
que no necesito concluir para obtener contestación, pues me entiende bien;
sabe, incluso antes que yo, lo que quiero decir.
La
noche ha sido de lo más agradable y él ha llevado a cabo su promesa…
—¿Raúl?
La
mención de su nombre interrumpe cualquier pensamiento y la paz que tenía
ganada.
—Oh,
Marisa. Cuánto tiempo. ¿Cómo estás? —saluda él, diría, un tanto incómodo.
—Muy
bien, aunque echándote de menos —añade mirándome por encima del hombro con
gesto altanero.
—No
seas dramática. —Sus palabras están destinadas a quitarle importancia a las de
ella, pero no funciona.
—Para
nada, no exagero. ¿Quién es ella? —interroga señalándome—. Yo soy Marisa
Fernández, ¿y tú?
De
manera automática respondo… o lo intento, pues solo un breve gemido escapa de
entre mis labios haciéndome sentir la humillación correspondiente. La carcajada
de la rubia sobre tacones de quince centímetros es oída en todo el restaurante.
—¿Qué
pasa, te ha comido la lengua el gato? —me suelta—. En serio, ¿con esta?, ¿por
ella me abandonaste?
Frunzo
el ceño, sin poder evitarlo, y la sangre me hierve. Me encantaría soltarle
cuatros verdades y largarme, pero solo me levanto… y la mano de Raúl me frena.
—No
te vayas. Esto lo arreglo yo.
—¿Qué
pasa, que no tiene boca para defenderse ella sola?
Si
las palabras de Raúl me habían frenado, las de ella… Niego y me suelto
bruscamente de su agarre.
—Ana,
espera. No te marches.
Él
trata de seguirme pero me giro y pongo las manos al frente, deteniéndole. No
quiero que venga, no deseo volver a pasar por esto.
—No
pienso dejar que te vayas.
—¿Ana?
—suelta la tal Marisa, la que recuerdo como su ex—. Así que estaba en lo
cierto, es ella.
Raúl
la encara echando humo. Su enfado es monumental, lo sé, lo conozco.
—¡Sí!
¡Es ella!
Sus
palabras me dejan sin saber y con la necesidad de alguna otra explicación. Toco
su brazo, para llamar su atención. Él se vuelve y me mira.
—Lo
siento. Te prometí que no pasaría esto. —El abatimiento en su mirada me hace
sentirme como un mal bicho. No puedo estar siempre así, haciéndole daño con mis
recriminaciones, aunque no sean pronunciadas en alto.
***
Por
favor que no se vaya, que la superficial de Marisa no lo estropee…
—No
te marches.
—¿Y
tú desde cuándo ruegas nada? ¿Y esta zorrita por qué no se defiende sola?
La
chispa del enfado cruza el rostro de Ana y la respuesta de sus labios sale… sin
más sonido que el de dos roncos gemidos entrecortados. En cuanto se da cuenta,
cierra los ojos con fuerza pero se mantiene ahí.
La
furia surca mis venas ante la carcajada de Marisa.
—De
modo que es cierto. Lo siento por ti, Raúl, pero has salido perdiendo. Esta
muñeca rota jamás te dará lo que yo sí puedo. Lástima. Bueno, me voy. Adiós,
muñeca rota.
Su
tono me hace explotar.
—¡Basta!
Como vuelvas a hablar así de ella… Ana es mucho mejor que tú en todo y aunque
nunca tenga la oportunidad de oír de nuevo su melodiosa voz, seguirá siendo la
mujer de mi vida.
***
Sus
palabras hacen que mis ojos se explayen y mi corazón se desboque. ¿La mujer de
su vida?
La
rubia nos da la espalda con aires de grandeza y se va por donde vino.
—Ana,
perdóname —dice—. Esto no ha salido como quería. No es justo. Y no se te ocurra
pensar que eres eso, nunca serás una muñeca rota.
Niego
al borde de las lágrimas. Sí que estoy rota. Ya nunca seré la misma.
—No,
no. Ana, por favor. —Cierra los ojos y los abre de nuevo dando un paso al
frente, buscando mi mirada—. Ana, te amo. Te amo desde el primer momento en que
te vi.
Su
confesión hace que las primeras lágrimas crucen mi rostro.
Digo
que no, reacia a creerle. Las palabras mudas salen de mis labios.
—“¿Y
ella? No puedes quererme. ¡Estoy rota!”
No
hay sonido, tal vez algún siseo. Nunca más habrá ninguno saliendo de mí.
—No
digas eso, jamás.
—“No
he dicho nada.”
—No
puedes engañarme, a mí no.
Soy
incapaz de soportarlo. La necesidad de estar en casa, sola, impera por encima
de todo lo demás.
Me
doy la vuelta pero su mano se aferra a la mía.
—Te
digo que te amo… ¿y te vas?
No
puedo responder a eso. No puede amarme. No se merece a alguien como yo. Él
tiene demasiada luz y alegría; sin risas… no será feliz.
Las
lágrimas recorren mi piel y su mano se aventura a restañarlas, pero rehuyo por
miedo a su contacto, a perderme en él y no ser capaz de apartarme. Que me ame
es más de lo que nunca soñé. Hace años que somos amigos, años desde que rompió
con su novia, a la que ahora conozco, y la verdad es que me alegra que la
dejara… pero ¿por mí? Eso no está bien. Él merece mucho más.
Me
suelto de su agarre y salgo corriendo, rezando para que no me siga. Ha llegado
el momento de cambiar de vida, de aceptar mi nueva condición… y no es aquí, ni
junto a él.
***
Tres
días, setenta y dos horas y un millar de preguntas. Tiempo de sobra para ir a
exigirle que me las responda. Ella no tiene derecho a decidir por mí, y estoy
seguro de que eso es justamente lo que pretende.
Sé
que no son horas, que las doce y cuarto de la noche no es el mejor momento del
día para esto… Da igual. Me niego a seguir esperando.
Por
suerte para mí, el portal lo encuentro abierto, de modo que subo los dos pisos
y llamo con insistencia. Oigo su tropiezo y sé que en su mente anda maldiciendo
por haber vuelto a dejar el paraguas en medio. Pasan unos segundos eternos y
pienso que ha usado la mirilla y que no quiere abrir para enfrentarse a mí,
pero tengo un as en la manga… bueno, en realidad son las llaves.
Saco
el juego que me dejó para casos de emergencia y, en cuanto introduzco la llave
en la cerradura, la puerta se abre y la mujer de mis sueños aparece en el
umbral con su pijama de raso negro y la bata a juego abierta. Al seguir la
inspección hallo su ceño fruncido.
—Estaba
claro que no me ibas a abrir, así que… —digo mostrando el llavero.
Por
toda respuesta ella se da la vuelta y se introduce en el salón, al cual la sigo
decidido a zanjar esto.
—Te
he dado tiempo. No quería presionarte, pero es hora de que hablemos.
Me
mira con mala cara y luego señala el reloj.
—Ya
sé la hora que es, pero no has venido a verme ni has aparecido por el trabajo.
—Hago una pausa antes de seguir—. Te mostré lo que siento y creo que no me eres
indiferente… ¿o sí?
Sus
ojos están serios y no se apartan de los míos. El tiempo se extiende entre
ambos y pienso que no va a responder.
***
¿Indiferente?
Llevo tres días llorando por temor a perderlo, ¿cómo me va a ser indiferente?
Solo
atino a negar.
—Entonces…
¿has pensado en lo que te dije?
Vocalizo
un sí que hace que su mirada color miel, esa que ahora está ansiosa y a la
espera, me derrita el corazón; en ella hay esperanza… una que no puedo
alimentar más.
Me
acerco hasta la mesita y cojo el cuaderno y un boli y escribo:
“Lo
he pensado y he sufrido. No quiero perderte, pero no puedo darte una vida
incompleta. Yo estoy rota, y ya sé que no quieres oírlo… o leerlo, y sin
embargo es así. Si no puedes o no quieres volver a verme, lo entenderé. Incluso
he pedido traslado en el trabajo, dentro de poco habré salido de tu vida. Te
quiero, pero no puedo darte más que mi sincera amistad.”
Cuando
acabo, me giro para darle la hoja y veo lágrimas empañando su mirada.
Es
por su bien, me repito; estará mejor sin mí… pero…
—No
puedes decidir por mí, pero es tarde y sé que hoy no voy a lograr nada. Solo
quiero que tengas en cuenta una cosa, que nadie, jamás, te querrá ni te
conocerá como yo. Te seguiré esperando, ya tengo experiencia; no tardes
demasiado.
Se
da media vuelta y se dirige a la puerta; sin embargo, a mitad de camino me
mira.
—No
—suelta—. Has puesto más límites de los que soy capaz de soportar. —A grandes
zancadas atraviesa la estancia y al llegar a mí me agarra por los brazos y
enfrenta mi mirada, esa que estaba a punto de ahogarse por el esfuerzo de
desechar todo lo que esconde—. No huyas más.
Me
atrae, me pega a él a la vez que se apodera de mis labios. Un beso abrasador y
exigente que no tardo en devolver. Uno que manda al traste todas mis defensas.
El
tiempo discurre en el calor del momento, uno en el que sus manos recorren mi
cuerpo con el ansia, el hambre, hambre de mí.
—Dime
que me quieres —susurra entre besos—. Dime que no me apartarás —añade—. Deja
que yo sea el que decida, el que hable por los dos, aunque solo sea por esta
vez. —Se aparta y me mira—. Estuve a tu lado cuando rompiste con Roberto,
protegí tu corazón y lo acuné; dejé a Marisa porque me enamoré de ti, lo hice
cuando tu voz aún no se había apagado y lo hubiese hecho aunque en aquel
entonces no la hubieses tenido. Eres la mujer de mi vida.
Le
aparto con suavidad y me dirijo de nuevo al cuaderno.
—Di
algo, por favor.
Me
agacho junto a la mesa de café y escribo:
“Y
tú el hombre de la mía.”